7 nov 2009
El retrovisor II
Hoy me apetece basar esta nueva entrada en una determinación y una fecha que, aunque quisiera, me resultaría imposible olvidar. Y es que se acaban de cumplir el cincuenta y cuatro aniversario de una aventura que empezó a las once de la noche del día 2 de noviembre de 1955 y que, con acierto o si él, ya no tuvo marcha atrás.
En ese momento, con un pie en el estribo del viejo autocar que me trasladó a la estación de ferrocarril mas próxima, donde poder coger un tren con dirección a Barcelona, abrazaba a los míos y con la voz rota por la emoción me despedía de ellos con un "hasta luego" ya que era consciente de que podía arrepentirme antes de fijar una nueva residencia, dado a la dificultad que entrañaba "atrenizar" en una ciudad desconocida, sin tener oficio alguno al margen de las labores del campo aunque, eso sí, con muchas ganas de trabajar y aprender lo necesario para no defraudar a quienes me animaron a tomar tál decisión, como hicieran poco antes los hijos de una familia de Cuenca para la que trabajé unos años, ayudando a recolectar cereales, y de la que tan buenos recuerdos guardo.
Comenzaba entonces, insisto, una aventura que ni yo mismo estaba seguro de que pudiese acabar medio bien, estaba viviendo una etapa tan confusa y de tan alejado e incierto porvenir que creí que valdría la pena arriesgarse y comprobar si me equivocaba o no.
Ni que decir tiene que al principio, tras decidir quedarme y traer a mi lado a mi esposa y a nuestro hijo, tuvimos dificultad para organizar nuestro hogar hasta que poco después de nacer nuestra hija obtuvimos un piso-vivienda a nuestro nombre. Desde entonces, con nuestra casa amueblada con lo imprescindible, el colegio de los niños en nuestro barrio, un trabajo seguro con posibilidades de mejorar profesionalmente, y ¡lo mejor de todo! juventud y espíritu de lucha para mirar hacia adelante, contando -eso sí- con la complicidad de mi esposa, aun más joven que yo, entregada, dispuesta, a ejercer de esposa y madre de forma ejemplar. Ella que de perezosa no tenía -ni tiene- nada, supo y sabe hacer con nuestros ingresos casi milagros para que en casa no falte nada de lo indispensable. Los niños, bien nutridos y aseados, acudían puntualmente a su colegio. Y para mí siempre tuvo a punto lo necesario para que yo me dedicara a mi/s trabajo sin que tuviese que preocuparme de nada más, si no era preciso.
Después, cuando nuestros hijos se hicieron mayores de edad y se independizaron, los años han ido pasando y nosotros envejeciendo sin razón para quejarnos de casi nada.
Por hoy basta, adios.
En ese momento, con un pie en el estribo del viejo autocar que me trasladó a la estación de ferrocarril mas próxima, donde poder coger un tren con dirección a Barcelona, abrazaba a los míos y con la voz rota por la emoción me despedía de ellos con un "hasta luego" ya que era consciente de que podía arrepentirme antes de fijar una nueva residencia, dado a la dificultad que entrañaba "atrenizar" en una ciudad desconocida, sin tener oficio alguno al margen de las labores del campo aunque, eso sí, con muchas ganas de trabajar y aprender lo necesario para no defraudar a quienes me animaron a tomar tál decisión, como hicieran poco antes los hijos de una familia de Cuenca para la que trabajé unos años, ayudando a recolectar cereales, y de la que tan buenos recuerdos guardo.
Comenzaba entonces, insisto, una aventura que ni yo mismo estaba seguro de que pudiese acabar medio bien, estaba viviendo una etapa tan confusa y de tan alejado e incierto porvenir que creí que valdría la pena arriesgarse y comprobar si me equivocaba o no.
Ni que decir tiene que al principio, tras decidir quedarme y traer a mi lado a mi esposa y a nuestro hijo, tuvimos dificultad para organizar nuestro hogar hasta que poco después de nacer nuestra hija obtuvimos un piso-vivienda a nuestro nombre. Desde entonces, con nuestra casa amueblada con lo imprescindible, el colegio de los niños en nuestro barrio, un trabajo seguro con posibilidades de mejorar profesionalmente, y ¡lo mejor de todo! juventud y espíritu de lucha para mirar hacia adelante, contando -eso sí- con la complicidad de mi esposa, aun más joven que yo, entregada, dispuesta, a ejercer de esposa y madre de forma ejemplar. Ella que de perezosa no tenía -ni tiene- nada, supo y sabe hacer con nuestros ingresos casi milagros para que en casa no falte nada de lo indispensable. Los niños, bien nutridos y aseados, acudían puntualmente a su colegio. Y para mí siempre tuvo a punto lo necesario para que yo me dedicara a mi/s trabajo sin que tuviese que preocuparme de nada más, si no era preciso.
Después, cuando nuestros hijos se hicieron mayores de edad y se independizaron, los años han ido pasando y nosotros envejeciendo sin razón para quejarnos de casi nada.
Por hoy basta, adios.
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