30 jun 2010
Ya quedan pocos ingenuos
Yo no se si ahora lo hubiese hecho, la verdad. Hace varias décadas dí cobijo en mi domicilio a un matrimonio joven, con dos hijos pequeños, por que debían abandonar la vivienda que ocupaban en un viejo edificio del centro de la ciudad y solo les daban de plazo 24 horas para salir, sin tener donde alojarse. Me contó que faltaba poco para que les entregaran las llaves de un piso de protección oficial (entonces se decía Obra Sindical) en un bloque que se acababa de construir al lado de donde viviamos nosotros y le creí.
Eso que a él solo le conocía por que éramos compañeros de trabajo. Pero ese día le había visto llorar explicando por qué estaba tan apenado y la emoción me desbordó. Así que sin pensarlo dos veces dije:
"Si es cierto que en poco tiempo tendreis una vivienda, busca donde guardar los muebles que tengais, coge a tu esposa y tus niños y venir a nuestra casa con lo imprescindible que ya nos arreglaremos".
De cómo reaccionó este hombre al oirme, de lo que pasara por su cabeza al ver que un simple compañero de trabajo, con una vivienda pequeña, le ofrecía a cámbio de nada espacio y techo donde alojarsen los cuatro hasta poder instalarse en su nuevo domicilio, creo que no cabe recordarlo, con imaginarlo basta. Lo cierto es que, aunque la estancia en nuestra casa se prolongo por algún tiempo más del esperado, cuando tuvieron la suya se cambiaron a ella y todos en paz y tan amigos.
Digo al principio que "a lo mejor ahora no lo hubiese hecho" y creo así por que nos hemos vuelto más desconfiados de lo que éramos entonces. En aquellos tiempos, en muchos lugares de España se cerraban tratos muy importantes con solo un apretón de manos entre hombres -se decía- sin firmar ningún papel y el compromiso adquirido entre caballeros se cumplía.
Pero lo más curioso de este sucedido fué que estos amigos, realquilados, eran testigos de jeová, muy discretos en la forma de manifestar sus inclinaciones religiosas, pero convencidos -decían ellos- de que nosotros actuabamos así por que J. . . . . . . . . . bueno, no puedo seguir por que me entra la risa y no podría explicarme.
El segundo acto de esta tragicómica aventura lo explicaré otro día. Pero eso sí, ese día he de estar de muy buen humor.
Hasta siempre amigos leyentes.
Eso que a él solo le conocía por que éramos compañeros de trabajo. Pero ese día le había visto llorar explicando por qué estaba tan apenado y la emoción me desbordó. Así que sin pensarlo dos veces dije:
"Si es cierto que en poco tiempo tendreis una vivienda, busca donde guardar los muebles que tengais, coge a tu esposa y tus niños y venir a nuestra casa con lo imprescindible que ya nos arreglaremos".
De cómo reaccionó este hombre al oirme, de lo que pasara por su cabeza al ver que un simple compañero de trabajo, con una vivienda pequeña, le ofrecía a cámbio de nada espacio y techo donde alojarsen los cuatro hasta poder instalarse en su nuevo domicilio, creo que no cabe recordarlo, con imaginarlo basta. Lo cierto es que, aunque la estancia en nuestra casa se prolongo por algún tiempo más del esperado, cuando tuvieron la suya se cambiaron a ella y todos en paz y tan amigos.
Digo al principio que "a lo mejor ahora no lo hubiese hecho" y creo así por que nos hemos vuelto más desconfiados de lo que éramos entonces. En aquellos tiempos, en muchos lugares de España se cerraban tratos muy importantes con solo un apretón de manos entre hombres -se decía- sin firmar ningún papel y el compromiso adquirido entre caballeros se cumplía.
Pero lo más curioso de este sucedido fué que estos amigos, realquilados, eran testigos de jeová, muy discretos en la forma de manifestar sus inclinaciones religiosas, pero convencidos -decían ellos- de que nosotros actuabamos así por que J. . . . . . . . . . bueno, no puedo seguir por que me entra la risa y no podría explicarme.
El segundo acto de esta tragicómica aventura lo explicaré otro día. Pero eso sí, ese día he de estar de muy buen humor.
Hasta siempre amigos leyentes.
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